miércoles, 6 de noviembre de 2013

Capítulo 3.

Tenía el estómago muy alborotado. Apenas había comido y lo que había comido, le había sentado fatal. Eran las cuatro de la tarde, hacía frío y Beatriz temblaba como un flan. Quedaban unas horas para marcharse a California con Hernán y Micaela, abandonar a su esposo y dejar que su hija estuviera con el hombre del que, hasta hace poco, estaba completamente enamorada, pero que resultó ser un psicópata lascivo y obsceno.
La pelirroja caminaba con la mirada perdida, sin fijarse en nada de su alrededor. Incluso chocó con un niño pequeño que iba montado en un patinete, aunque ninguno de los dos cayeron al suelo. El niño se alejó riéndose tan feliz como antes del encontronazo, y Beatriz continuó su camino, pensando en lo que sintió cuando Hernán le puso una pistola en el estómago. Nunca se habría imaginado que era así.
Llegó a un callejón amplio y largo, de unos cincuenta metros de longitud. Eso le parecía poco, se recorría cada mañana ese espacio para ir al estanco. Al fondo, allí estaba, un chico de unos treinta años, rubio, alto, robusto. Era como un Hércules moderno y completamente mortal. Beatriz se puso aún más nerviosa al verlo y siguió andando hacia él.
- ¿Beatriz Rojas? - preguntó el chico con seriedad. Ella asintió, sin decir palabra. El chico le cedió su mano y Beatriz se la estrechó.- Relájese, supongo que mi amigo le habrá dicho que soy de fiar.
- Sí, me ha contado todo sobre ti - respondió Beatriz.- Me ha dicho que eres eficaz, confiable y honesto.
- Así soy yo, me ha definido a la perfección - el chico sonrió.- Me llamo Enrique. Bueno, ese es mi nombre a la hora de hacer estos negocios.
- Necesito que lo hagas esta misma tarde, en cuanto terminemos esta conversación. Es muy urgente que este asunto quede cerrado lo antes posible - declaró Beatriz metiendo la mano en su bolso.- Te pagaré la mitad ahora y la otra mitad cuando esté todo listo.
- ¿De quién se trata?
- Hernán Valdés - contestó mientras le daba una tarjeta y un fajo de billetes.- Estará esperándome en la dirección que pone aquí, hemos quedado dentro de cuarenta y cinco minutos. Es un sótano que está debajo de un polígono industrial.
- ¿Alguien sabe que ha quedado con él? - Enrique siguió con su interrogatorio.
- No, nadie lo sabe - aseguró.- No dejes ninguna pista y haz que su móvil quede inservible.
- Eso está hecho. Puede confiar en mí, el trabajo será impecable.

Ajena a todo, Micaela pasaba una buena tarde acompañada de su nueva amiga en casa de esta última. El dormitorio de Adriana era tricolor: combinaba a la perfección el blanco, el turquesa oscuro y el marrón. Los colores y la música que salía de los dos altavoces que estaban en la radio aportaban armonía a la habitación.
Adriana tenía diecisiete años, al igual que Micaela. Tenía el cabello castaño claro, casi rubio, y los ojos muy oscuros. Era una chica alegre, simpática, sociable aunque también de mucho carácter y con una personalidad cabalmente definida.
- Estoy loca por él, Adriana... Llevamos sólo una semana juntos y no hace ni un mes y medio que lo conozco, pero juraría que estoy enamorada - afirmó Micaela, aunque no con mucha seguridad.
- ¿Acaso importa el tiempo? ¡Vamos, tía! Se puede querer más en un día que en dos años. Cuando el amor llega, llega y punto, no tiene ninguna otra explicación - dijo Adriana dejando de rebuscar entre sus cintas de cassette y mirando a Micaela.- No hace falta siquiera que te preguntes si estás enamorada o no, con sentirlo, vivirlo y ser feliz con lo que ves que Saúl hace en ti, es más que suficiente.
- Pero necesito saberlo, necesito saber lo que está pasando dentro de mí. Yo nunca he estado enamorada antes, ¿sabes? No sé lo que es eso, no sé lo que es sentir escalofríos cuando un chico me toca ni vibrar cuando me besa. Es la primera vez que me está ocurriendo todo esto... - confesó Micaela avergonzada.- Y soy feliz. Soy tan feliz... Cuando lo vi el primer día pensé que era un imbécil, que era un pesado que quería quitarme de encima lo antes posible, pero no te haces una día de lo maravilloso que es.
- Yo es que odio el amor - soltó de repente Adriana.- Desde que mi padre se fue a Tailandia con la vecina de arriba y tuve que soportar a mi madre haciendo maratones de comedias románticas de los años noventa rodeada de chocolate y llorando, he dejado de creer en esas gilipolleces.
- Ya verás que te enamorarás algún día y cuando me lo cuentes, te recordaré lo que me acabas de decir y te diré el típico "te lo dije" - rió Micaela.- Verás la capacidad que tiene el estar enamorada para hacerte feliz.
- ¡Ah, no, no, no y no! ¡Eres una romántica de poca monta! ¡No sé como he podido hacerme tu amiga! - exclamó Adriana enfurruñada. Micaela soltó una sonora carcajada.- ¡Es verdad! Yo sólo seré feliz cuando me gradúe como agente de policía.
- Y cuando te enamores - añadió Adriana.
- ¡Qué te den! - gritó Adriana tirándole un cojín a la cara.
Micaela se adueñó del cojín y Adriana cogió otro. Ambas empezaron a golpearse la una a la otra con ellos mientras reían y saltaban en la cama al ritmo de la música.

Habían pasado cuarenta minutos desde que Beatriz había ordenado la muerte de Hernán. Beatriz llegó a su casa y mandó un mensaje a un misterioso personaje dándole las gracias por la recomendación. Éste le pidió, parecía ser que por segunda vez, que le contara qué estaba pasando. Beatriz no contestó. Se sentó en la mecedora que había en el salón y se llevó las manos a la cara, asustada por lo que acababa de hacer, a pesar de que era necesario.
Enrique llegó al polígono industrial que había en la dirección que Beatriz le proporcionó. Cuarenta minutos le habían bastado para investigar el lugar y saber que era un recinto abandonado, sin vigilancia y sin nadie alrededor. Sólo estarían allí él y su víctima. Enrique aparcó frente a la entrada y salió del coche. Todo estaba sucio, lleno de polvo y de hojas caídas desde los árboles. Llevaba una pistola de mediano tamaño entre la camisa y el pantalón. Su arma siempre venía acompañada de un silenciador.
Entró en el edificio con cautela, haciendo uso de su memoria fotográfica para recordar el plano del sitio y buscar el sótano donde Hernán estaba esperando a Beatriz. Avanzó sin dudar, pero despacio, hasta llegar a una escalinata que llevaba a su destino. Las bajó mientras sacaba la pistola y se preparaba para disparar en cualquier momento. Al entrar, se llevó una gran sorpresa, ya que no había nadie. En ese momento, recibió un fuerte golpe en la nuca con una pala de cavar que lo dejó tirado en el suelo inconsciente.

Beatriz no paraba de mirar el reloj inquieta. Ya había transcurrido demasiado tiempo y la espera estaba matándola por dentro. Necesitaba recibir la llamada de Enrique para decirle que todo había acabado. De pronto, sonó el teléfono de la casa. Beatriz sonrió, aliviada, y corrió hacia el teléfono para cogerlo, pero luego cayó en que la llamada de Enrique sería a su móvil, no allí.
- Hola, cariño - la voz de Hernán dejó petrifica a Beatriz, que no entendía absolutamente nada.- ¿Sorprendida de escucharme? Mira, tengo aquí a alguien conmigo que quiere saludarte.
- ¡Socorro! ¡Ayuda! - la voz de Enrique pidiendo auxilio atemorizó más aún a la desgraciada mujer. Se escuchó un disparo y un grito desgarrador.- ¡Mierda, joder! ¡Mi pierna! ¡Mi otra pierna! ¡Joder!
Enrique estaba llorando como un bebé. Su imagen de hombre valiente y fuerte había dejado de existir. Estaba atado a una silla con gruesas cuerdas, con la cara llena de sangre, la nariz rota y un agujero de bala en cada pierna. La respiración de Beatriz se aceleró repentinamente, estaba a punto de romper a llorar de desesperación.
- Te dí una oportunidad, Beatriz... ¡Una jodida y puta oportunidad que te has pasado por el forro! - vociferó Hernán furioso. Entonces, se relajó y comenzó a hablar más pausadamente.- Te voy a dar la última. Vas a cumplir con nuestra cita, aunque llegues tarde y vas a venir aquí ahora mismo. No vas a llamar a nadie ni vas a volver a intentar ningún truco.
- Hernán, por favor... - rogó Beatriz tartamudeando.- Déjanos vivir en paz.
- ¡Cierra la puñetera boca, joder! ¡Ven aquí ya! ¡Ahora mismo! - berreó Hernán colérico.- Dios, eres idiota, no sé cómo he podido aguantarte todos estos años siendo tu amante... ¡Eres una completa inútil!
Otro disparo. El impacto de la bala entre ceja y ceja de Enrique apagó sus gritos y lamentos. Tras acabar con él, Hernán colgó el teléfono. Beatriz, a toda prisa, cogió su bolso y corrió a la puerta. Lo que Beatriz menos se imaginaba es que un Santiago decepcionado y desengañado estaba con la oreja pegada al otro teléfono de la casa y había oído todo. Éste, aunque no entendió nada, se aprestó a perseguir a su esposa.

4 comentarios:

  1. Waooooooooo!!! Sube ya el cuarto!!!! Es necesario :)

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  2. Muchas gracias por leerlo :D En una semana estará el cuarto :)

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  3. Muy muy interesante Josh, ya me tienes intrigada... me quedo contigo

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    1. Si estás intrigada con esto, espera a leer lo que viene, ojalá te encante.

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